miércoles, 7 de junio de 2017

My adventure in wild Lapland! (3:)

Tan solo llevábamos cinco minutos andando y ya me faltaba la respiración. Marko y yo subíamos colina arriba sorteando los pinos cubiertos de pesada nieve. Caminábamos en silencio y sin aliento, tratando de que nuestros pies no se hundiesen más de veinte centímetros en la nieve. Me preguntaba a cuántos metros se encontraría el suelo debajo de toda esa nieve. Por lo que había podido ver en el pueblo, adivinaba que entre mis pies y la tierra habría alrededor de un metro y medio o dos metros de nieve. Me parecía exagerado.



El sol brillaba dentro de un marco de nubes blancas y esponjosas, la temperatura no era especialmente baja (unos dos grados aproximadamente) y, a pesar de la constante brisa que levantaba del suelo la nieve más ligera, hacía un día estupendo para una aventura como aquella.

Yo caminaba detrás de Marko, intentando pisar justo dónde él lo había hecho antes para que me fuese más fácil avanzar. El bosque era increíble; a excepción del murmullo de nuestras respiraciones agitadas a causa del esfuerzo, solo se oía el sonido del viento serpenteando entre los árboles, y éstos, arqueados a causa de la nieve, formaban pequeños puentes que atravesábamos para continuar nuestro camino. Todo a mi alrededor era nieve y naturaleza. Mis mejillas estaban rojas, no sabía muy bien si por el frío y el viento, o por el esfuerzo. De repente, Marko se paró en seco. Me señaló algo en la nieve a nuestro alrededor. Se trataban de las graciosas pisadas de un conejo seguidas de otras de un pequeño zorro. Aprovechamos la parada para descansar unos minutos y beber un poco de nieve. En aquel momento me sentía llena, completa. Acababa de encontrar justamente lo que estaba buscando desde el primer momento en el que puse un pie en Finlandia: naturaleza ártica en estado puro.
Aunque en esta foto no se aprecian bien las vistas, os podéis hacer una idea.
A los pocos minutos retomamos la marcha ya que nos estábamos enfriando otra vez. Continuamos caminando y charlando tanto como nuestra respiración nos permitía. En varias ocasiones tuvimos que saltar de nuestro camino, ya que unos trineos tirados por huskies se aproximaban a toda velocidad. Cuando saltamos a la nieve más virgen, debido a la enorme cantidad que había, nuestras piernas quedaban atrapadas en la nieve hasta más arriba del muslo. Era impresionante que no llegásemos a tocar el fondo.

A medio camino, Marko me llevó a una pequeña laguna en la que, según me contó, solían bañarse en verano. A causa de la enorme cantidad de nieve que lo cubría todo, a penas se podía percibir la forma cóncava de la laguna. Atravesamos el claro hasta una pequeña caseta donde nos sentamos a descansar. Marko sacó un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Frente a nosotros había un enorme muro de nieve que casi llegaba a la altura del techo del cobertizo, el cual solo nos dejaba entrever parte del paisaje. Charlamos, Marko me contó parte de su historia; antes vivía en el sur, trabajaba en una oficina y tenía serios problemas de sobrepeso. Un día decidió dejarlo todo y se vino a vivir aquí, al pequeño pueblo de su padre, dejando atrás la oficina, el estrés de la ciudad y, también, a su familia. Me reveló que tenía una hija a la que no había visto desde hacía siete años, pero a la que llamaba a menudo. Tras contarle yo mi viaje hasta Finlandia y, finalmente, hasta Tankavaara, nos despedimos del lugar y continuamos camino arriba durante otros veinte minutos hasta llegar a la cumbre de la montaña. Desde ahí las vistas eran espectaculares; se podía contemplar el parque al completo, todo el valle cubierto de nieve, los lagos en los que la pureza de la nieve destacaba aún más blanca debido a la ausencia de árboles… Yo estaba completamente fascinada. No podía parar de sonreír y de repetirle a Marko lo extraordinario que me parecía todo. Me dolían las mejillas de felicidad. Tras unos minutos contemplando las hermosas vistas, iniciamos la vuelta (ahora cuesta abajo) y continuamos hablando, esta vez más tranquilamente. Durante gran parte del camino de vuelta pudimos disfrutar de las increíbles vistas del parque nacional. Caminamos sin esfuerzo durante una hora y ya estábamos de vuelta en el curioso pueblo de Tankavaara.

Una vez allí, no hizo falta que Marko me convenciese para que me quedara a pasar la noche; el encanto del pueblo, el paseo y todos los detalles en general habían sido más que suficiente. Así que nos dirigimos al restaurante, me dieron la llave de mi caseta y le dije a Marko que me iba a dar una ducha. Más tarde nos volveríamos a encontrar allí.

 
Me dirigí a la zona de las casetas. Había tanta nieve que eran necesarios unos senderos excavados en la masa de nieve para poder llegar a cada una de las cabañas. Rhila se llamaba la mía.

Como ya os he descrito con anterioridad, las cabañas estaban hechas totalmente de madera, con 3 literas bastante anchas, una pequeña mesita con dos taburetes al lado de una ventana con unas cortinas de estampados florales. También había una cornamenta de reno colgada de la pared, al lado de la puerta, que hacía de perchero. La estancia era de lo más pintoresca. Me quité las botas antes de entrar, no quería dejar rastros de nieve por todo el suelo. Exhausta, me tiré en la cama más cercana exhalando un suspiro de satisfacción. No podía creer lo que estaba viviendo. El paseo, el pueblo entero y ahora el estar en esta pequeña y pintoresca cabaña completamente rodeada de nieve. Me parecía increíble. A los pocos minutos me levanté, cogí mis cosas y, con las botas aún sin atar, me dirigí a la caseta central donde se encontraban los baños y una cocina.





Como habíamos quedado, después de la ducha me encaminé al restaurante donde Marko me esperaba bebiendo una cerveza con Kasper y su mujer. Acababan de terminar de cenar. Pedí otra Lapin Kulta para mí y me uní a ellos. La mujer de Kasper era historiadora, me pareció curioso como un geólogo alemán y una historiadora finesa terminasen como pareja y viviendo en un lugar como este. Hablamos de todo; de Finlandia, del finés, de países y culturas en general. Cada uno aportaba sus propias vivencias adquiridas en los diferentes países que había conocido, enriqueciendo con cada palabra los conocimientos del prójimo. Se notaba que eran personas con fondo y conocimientos, recuerdo que fue una conversación de lo más interesante. Poco a poco y sin yo darme cuenta, me terminé la cerveza. Mis mejillas ardían otra vez, pero ahora por causa del alcohol. Estaba acalorada y un poco mareada. Enseguida entendí que todo aquello era porque se me había olvidado cenar. Aproveché que Kasper y su mujer se despedían para pedir un plato de sopa de reno y una copiosa ensalada. Le di las gracias por todo a Kasper y se marcharon. Me quedé sola con Marko; me habló de su banda de música y su trabajo aquí en Tankavaara. Se dedicaba a sacar fotos y promocionar el lugar, así como de mantener la web del museo y demás. Cuando me sirvieron la cena se excusó y se fue a su apartamento a por su portátil para enseñarme los vídeos y fotos que había sacado. Me dejó cenando en silencio. Yo estaba disfrutando de la deliciosa sopa con verduras cuando, de repente, algo se acercó a mi ventana y me miró. ¡Era un pequeño reno! La capa nieve del suelo era tan gruesa que, al otro lado del cristal, su cabeza quedaba a la altura de la mía. A escasos metros detrás de él se encontraba otro reno, pero éste era de color gris. Hasta ese momento no me había percatado de que este amigo llevaba un buen rato haciéndome compañía desde el otro lado de la ventana. Era completamente blanco, exceptuando los ojos que eran dos pequeños círculos completamente negros. Terminé de cenar acompañada de mi nuevo amigo y Marko ya estaba de vuelta. Me dijo que más tarde podría darles de comer a los renos y me enseñó los vídeos y las fotografías de las Auroras Boreales y el pueblo. En uno de los grandes bidones de agua que tenían en una sala al fondo del bar, me enseñó personalmente a extraer pequeñas pepitas de oro de un puñado de tierra. Les dimos de comer musgo a los renos y, cuando todo el mundo ya se había ido, esperamos a que oscureciera. La mejor experiencia de todo mi Erasmus estaba por venir.



Alin Blanco

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