Tan solo llevábamos cinco minutos andando y ya me faltaba la respiración.
Marko y yo subíamos colina arriba sorteando los pinos cubiertos de pesada
nieve. Caminábamos en silencio y sin aliento, tratando de que nuestros pies no
se hundiesen más de veinte centímetros en la nieve. Me preguntaba a cuántos
metros se encontraría el suelo debajo de toda esa nieve. Por lo que había
podido ver en el pueblo, adivinaba que entre mis pies y la tierra habría
alrededor de un metro y medio o dos metros de nieve. Me parecía exagerado.
El sol brillaba dentro de un marco de nubes blancas y esponjosas, la
temperatura no era especialmente baja (unos dos grados aproximadamente) y, a
pesar de la constante brisa que levantaba del suelo la nieve más ligera, hacía
un día estupendo para una aventura como aquella.
Yo caminaba detrás de Marko, intentando pisar justo dónde él lo había hecho
antes para que me fuese más fácil avanzar. El bosque era increíble; a excepción
del murmullo de nuestras respiraciones agitadas a causa del esfuerzo, solo se
oía el sonido del viento serpenteando entre los árboles, y éstos, arqueados a
causa de la nieve, formaban pequeños puentes que atravesábamos para continuar
nuestro camino. Todo a mi alrededor era nieve y naturaleza. Mis mejillas
estaban rojas, no sabía muy bien si por el frío y el viento, o por el esfuerzo.
De repente, Marko se paró en seco. Me señaló algo en la nieve a nuestro
alrededor. Se trataban de las graciosas pisadas de un conejo seguidas de otras
de un pequeño zorro. Aprovechamos la parada para descansar unos minutos y beber
un poco de nieve. En aquel momento me sentía llena, completa. Acababa de
encontrar justamente lo que estaba buscando desde el primer momento en el que
puse un pie en Finlandia: naturaleza ártica en estado puro.
Aunque en esta foto no se aprecian bien las vistas, os podéis hacer una idea. |
A los pocos minutos retomamos la marcha ya que nos estábamos enfriando otra
vez. Continuamos
caminando y charlando tanto como nuestra respiración nos permitía. En varias
ocasiones tuvimos que saltar de nuestro camino, ya que
unos trineos tirados por huskies se aproximaban a toda velocidad. Cuando saltamos a la nieve más virgen, debido a la enorme
cantidad que había, nuestras piernas quedaban atrapadas en la nieve
hasta más arriba del muslo. Era impresionante que no llegásemos a tocar el fondo.
A medio
camino, Marko me llevó a una pequeña laguna en la que, según me contó, solían
bañarse en verano. A causa de la enorme cantidad de nieve que lo cubría todo, a
penas se podía percibir la forma cóncava de la laguna. Atravesamos el claro
hasta una pequeña caseta donde nos sentamos a descansar. Marko sacó un
cigarrillo y se lo llevó a la boca. Frente a nosotros había un enorme muro de
nieve que casi llegaba a la altura del techo del cobertizo, el cual solo nos
dejaba entrever parte del paisaje. Charlamos, Marko me contó parte de su
historia; antes vivía en el sur, trabajaba en una oficina y tenía serios
problemas de sobrepeso. Un día decidió dejarlo todo y se vino a vivir aquí, al
pequeño pueblo de su padre, dejando atrás la oficina, el estrés de la ciudad y,
también, a su familia. Me reveló que tenía una hija a la que no había visto
desde hacía siete años, pero a la que llamaba a menudo. Tras contarle yo mi
viaje hasta Finlandia y, finalmente, hasta Tankavaara,
nos despedimos del lugar y continuamos camino arriba durante otros veinte minutos
hasta llegar a la cumbre de la montaña. Desde ahí las vistas eran
espectaculares; se podía contemplar el parque al completo, todo el valle
cubierto de nieve, los lagos en los que la pureza de la nieve destacaba aún más
blanca debido a la ausencia de árboles… Yo estaba completamente fascinada. No
podía parar de sonreír y de repetirle a Marko lo extraordinario que me parecía
todo. Me dolían las mejillas de felicidad. Tras unos minutos contemplando las
hermosas vistas, iniciamos la vuelta (ahora cuesta abajo) y continuamos hablando,
esta vez más tranquilamente. Durante gran parte del camino de vuelta pudimos
disfrutar de las increíbles vistas del parque nacional. Caminamos sin esfuerzo
durante una hora y ya estábamos de vuelta en el curioso pueblo de Tankavaara.
Una vez
allí, no hizo falta que Marko me convenciese para que me quedara a pasar la
noche; el encanto del pueblo, el paseo y todos los detalles en general habían
sido más que suficiente. Así que nos dirigimos al restaurante, me dieron la
llave de mi caseta y le dije a Marko que me iba a dar una ducha. Más tarde nos
volveríamos a encontrar allí.
Me dirigí a
la zona de las casetas. Había tanta nieve que eran necesarios unos senderos
excavados en la masa de nieve para poder llegar a cada una de las cabañas. Rhila
se llamaba la mía.
Como ya os
he descrito con anterioridad, las cabañas estaban hechas totalmente de madera,
con 3 literas bastante anchas, una pequeña mesita con dos taburetes al lado de
una ventana con unas cortinas de estampados florales. También había una
cornamenta de reno colgada de la pared, al lado de la puerta, que hacía de
perchero. La estancia era de lo más pintoresca. Me quité las botas antes de
entrar, no quería dejar rastros de nieve por todo el suelo. Exhausta, me tiré
en la cama más cercana exhalando un suspiro de satisfacción. No podía creer lo
que estaba viviendo. El paseo, el pueblo entero y ahora el estar en esta pequeña
y pintoresca cabaña completamente rodeada de nieve. Me parecía increíble. A los
pocos minutos me levanté, cogí mis cosas y, con las botas aún sin atar, me
dirigí a la caseta central donde se encontraban los baños y una cocina.
Como
habíamos quedado, después de la ducha me encaminé al restaurante donde Marko me
esperaba bebiendo una cerveza con Kasper y su mujer. Acababan de terminar de
cenar. Pedí otra Lapin Kulta para mí
y me uní a ellos. La mujer de Kasper era historiadora, me pareció curioso como
un geólogo alemán y una historiadora finesa terminasen como pareja y viviendo
en un lugar como este. Hablamos de todo; de Finlandia, del finés, de países y
culturas en general. Cada uno aportaba sus propias vivencias adquiridas en los
diferentes países que había conocido, enriqueciendo con cada palabra los conocimientos
del prójimo. Se notaba que eran personas con fondo y conocimientos, recuerdo
que fue una conversación de lo más interesante. Poco a poco y sin yo darme
cuenta, me terminé la cerveza. Mis mejillas ardían otra vez, pero ahora por
causa del alcohol. Estaba acalorada y un poco mareada. Enseguida entendí que
todo aquello era porque se me había olvidado cenar. Aproveché que Kasper y su
mujer se despedían para pedir un plato de sopa de reno y una copiosa ensalada.
Le di las gracias por todo a Kasper y se marcharon. Me quedé sola con Marko; me
habló de su banda de música y su trabajo aquí en Tankavaara. Se dedicaba a
sacar fotos y promocionar el lugar, así como de mantener la web del museo y
demás. Cuando me sirvieron la cena se excusó y se fue a su apartamento a por su
portátil para enseñarme los vídeos y fotos que había sacado. Me dejó cenando en
silencio. Yo estaba disfrutando de la deliciosa sopa con verduras cuando, de repente,
algo se acercó a mi ventana y me miró. ¡Era un pequeño reno! La capa nieve del
suelo era tan gruesa que, al otro lado del cristal, su cabeza quedaba a la
altura de la mía. A escasos metros detrás de él se encontraba otro reno, pero
éste era de color gris. Hasta ese momento no me había percatado de que este
amigo llevaba un buen rato haciéndome compañía desde el otro lado de la
ventana. Era completamente blanco, exceptuando los ojos que eran dos pequeños
círculos completamente negros. Terminé de cenar acompañada de mi nuevo amigo y
Marko ya estaba de vuelta. Me dijo que más tarde podría darles de comer a los
renos y me enseñó los vídeos y las fotografías de las Auroras Boreales y el
pueblo. En uno de los grandes bidones de agua que tenían en una sala al fondo
del bar, me enseñó personalmente a extraer pequeñas pepitas de oro de un puñado
de tierra. Les dimos de comer musgo a los renos y, cuando todo el mundo ya se
había ido, esperamos a que oscureciera. La mejor experiencia de todo mi Erasmus
estaba por venir.
Alin Blanco
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